domingo, 27 de julio de 2014

Serendipia/Noche estrellada

Os cuento un sueño que tuve hace unos días, uno de esos sueños en los que te despiertas transformado, con arena en los bolsillos y en el rostro aún la caricia de una brisa tan real que no puedes creer que la hayas soñado...

Aunque muy pocos lo saben, existe un lugar perfecto, un lugar que si lo alcanzas encuentras tu destino, basta llegar allí para saber que es donde te espera la felicidad. Y es un lugar físico, tiene nombre y se puede llegar a él, pues pertenece a una ciudad que se encuentra en nuestro mundo, concretamente en la costa de alguna ciudad portuaria

Sin embargo, el principal problema es que esta ciudad es que no aparece en ningún mapa, ni en ninguna guía común. No es posible acceder a ella por medios corrientes, hay que encontrarla apelando a la magia, pero no solo eso, solo tú la puedes encontrar, por lo que hay que ganársela antes de hallarla, solo así uno consigue llegar a ella

No sé por quién supe primero de su existencia, el caso es que cuando supe que tal lugar existía y era real, pasé días (¿o acaso fueron semanas?) de búsquedas intensas, de moverme por los bajos fondos portuarios, de contactar personajes de todo tipo, todo a fin de ir uniendo pistas que a modo de collage me permitieran situar la ciudad en algún mapa. Perdí algunos buenos amigos que no comprendieron que me empecinara persiguiendo este sueño, lo cual me dio pena, aunque yo por dentro sentía cada vez con más claridad que esto era en realidad lo más importante que había hecho hasta ese momento, y que todo lo demás pasaba a un segundo plano.

Como decía, gane buenos amigos, aunque fueron años duros, (¿o fueron días?) de búsqueda interminable. Cada vez que creía estar cerca, daba con un callejón sin salida, me perdía de nuevo y casi debía empezar de cero la búsqueda. 

Digo casi, porque ese casi es importante, ya que tras cada nuevo tropiezo en realidad no empezaba de nuevo, sino que estaba más cerca, aunque eso yo no lo sabía por entonces.

Uno de esos días en los que “casi” había perdido la esperanza de que no pasase nada, recibí un regalo extraordinario: el nombre de la ciudad que estaba buscando.  Llego a mi metida en un sobre sin remitente. Era una ciudad de la costa de Brasil, y después de una rápida investigación en el mapa, supe que la única forma en que se podía llegar a ella era en barco, en una travesía que duraba varios días.
Embriagado por la emoción decidí vender todas mis posesiones, despedirme de mi trabajo y poner todos mis ahorros al servicio de la única misión que en este momento merecía la pena: llegar a ella. 

Poco antes de embarcar me encontré con una joven cuya sonrisa me encandiló. No sabía porque, pero sin ser excesivamente hermosa tenía algo que me desarmaba.  Ella se acercó a mi y con un tono confidencial me preguntó si le podría ayudar a comprar los billetes, ya que le faltaba una pequeña cantidad para pagar el pasaje, más caro de lo que había esperado.  Haciendo rápidos cálculos mentales llegué a la conclusión que si la ayudaba apenas me quedaría dinero para nada más. Casi todos mis ahorros los había gastado en el pago del carísimo billete, y lo que me quedaba debía servir para pagar mi manutención durante los días de trayecto y para tener algo de lo que tirar en los primeros días en esa nueva y misteriosa ciudad.  
 - Es que ando muy justo, si te ayudo me voy a quedar sin nada…
 - Bueno, si me ayudas, tal vez pasemos estrecheces… pero yo sé hacer unos bocadillos de conservas riquísimos. Además compartiremos camarote y todos los gastos entre dos.  Creo que nos la arreglaremos. ¡Será divertido! Por favor…
Era tan simpática y sus palabras me resultaban tan cercanas y directas que no podía negarme, así que en un impulso, decidí que la ayudaría. No sé qué era, pero tenía algo que hacía que confiase en ella, como si ya nos conociéramos de antes
Le di el dinero para que pagase su billete, lo tomó y pago en la ventanilla un camarote para dos en el barco que me iba a llevar a mi destino.
Los dos nos embarcamos y poco a poco nos fuimos conociendo mejor.  Cada día comíamos en el camarote que como buenamente podíamos compartíamos. Mientras los demás pasajeros comían en el restaurante de lujo abarrotado de gente, nosotros en cambio disfrutábamos el lujo de comer sentados junto a la proa, sintiendo la brisa en la cara, mientras devorábamos deliciosos bocadillos de atún preparados con maestría por mi compañera.

Así fueron trascurriendo los días hasta que uno de ellos, ya cerca del atardecer, supe que nos acercábamos a la costa. Estaba en mi camarote compartido, escuchando el ruido alegre de las gaviotas, y el inconfundible olor a tierra.  Salí emocionado a divisar la ciudad que tanto había soñado, aquella que tanto tiempo había estado buscando. 

El paisaje era maravilloso: la ciudad era preciosa y se juntaban en el horizonte las últimas luces de la tarde con las primeras de la noche, en una estampa que a la vez daba sensación de paz, armonía e ilusión.  Pronto vi que otros pasajeros se empezaban a asomar por la barandillas y a repetir el nombre de la ciudad.

Y entonces quedé súbitamente petrificado

No era el nombre de la ciudad que esperaba. No era aquella cuyo nombre me había sido revelado y por la que a fin de alcanzarla había vendido todas mis posesiones y dejado todo atrás

Me dirigí a mi camarote, donde mi compañera me estaba esperando. Me sonrió al ver mi cara de estupefacción.
 - ¡Me has engañado! ¡Esta no es la ciudad a la que yo me dirigía! ¡Me utilizaste para llegar donde tú querías!
Ella me sonrió con una mirada tranquila y serena que no tenía ni un atisbo de malicia. Entonces se levantó y me cogió de la mano para que la acompañara
 - Ven conmigo. – Y me llevó de nuevo afuera del camarote donde me mostró la silueta de la ciudad, titilando a la luz de las estrellas
Yo no te he engañado, esta es la ciudad que buscabas. No podría ser otra, da igual cómo la llames. 
 - ¿Cómo estás tan segura?
 - Es fácil -,me dijo mientras señalaba con el dedo el cielo azul intenso donde se asomaban las primeras estrellas de la noche -: Sabrás que has llegado al lugar que soñabas si miras al cielo y ves que te siguen las estrellas
 
Noche estrellada sobre el Ródano, Vincent Van Gogh, 1888

viernes, 11 de julio de 2014

Volando

El Paseo, de Marc Chagall, 1917

No sé, me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de sorportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,
bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.

Oliverio Girondo

Sobre la ciudad, Marc Chagall, 1918